lunes, 19 de abril de 2010

Anecdotas de una Calle Corta de Mar del Plata

(continuación)

Los incendios

Si no me equivoco corre el año 1916. No, no me equivoco, estoy segura de la fecha. Es que hay movimiento de festejos oficiales porque es idea del municipio y de las fuerzas vivas de la ciudad conmemorar por lo alto el centenario de la declaración de nuestra independencia. Por supuesto que yo quedaré relegada de todo festejo. Pero esto no viene al caso. El asunto es que acaba de producirse la voladura de la caldera de una máquina a vapor en el aserradero de los hermanos Vaira. A la explosión le sigue un incendio de grandes proporciones que produce alarma y pánico entre los vecinos. Gritos, corridas, hombres y muchachos con baldes de agua y por último el arribo de la incipiente y respetable entidad que es el cuerpo de bomberos voluntarios de la ciudad. La demora de los esforzados servidores vecinales se debe a que tenemos un precario sistema de comunicaciones que nos permite dar presto aviso a nuestros voluntarios sobre cualquier emergencia de riesgo para los vecinos y sus bienes. Sin embargo puedo decir con conocimiento de causa que ahora estamos mejor que hace algunos años. Antes cuando se producía un incendio varios vecinos provistos de sendas chiflas pasaban por las casas donde vivían los voluntarios que oficiaban de bomberos para avisarles, mediante chiflidos y golpes sobre las puertas de sus casas para darles a conocer que la presencia de ellos era necesaria para combatir las llamas que estaban causando estragos en algún domicilio particular o comercio de la zona. Cuando los incendios se producían durante las horas diurnas, todo era más fácil. Pero a la noche la cosa se complicaba. Hoy en día, como nuestra ciudad tiene cada vez más residentes, más casas, más negocios, algunos vecinos progresistas han decidido instalar una campana de alarma en el galpón donde se guarda el material con que se cuenta para combatir las llamas. Tenemos elementos a tal efecto pero son tan escasos que se logra extinguir el incendio luego de grandes penalidades. A mí modesto entender no sólo carecemos de chaquetones, botas, cinturones, cuerdas, cascos y lanzas para agua, nos falta lo principal para ser exitosos “matafuegos” (1) disciplina y organización. Tal es así que a pesar de los ingentes esfuerzos por sofocar las llamas, el aserradero de los Vaira es sólo un montón de cenizas. Partes de sus maquinarias están medio sepultadas sobre la calle Bolívar. En cuanto a mí estoy segura que serviré de receptáculo de todo rezago chamuscado que quedará a la intemperie y será olvidado cuando los pastos lo cubran. Espero en el futuro no tener que enfrentarme a situaciones parecidas a ésta. Es que en lo profundo de mi naturaleza a más de ser chismosa soy miedosa.

Han pasado cinco años desde el incendio del aserradero de los hermanos Vaira y aún no he podido recuperarme totalmente del susto. Supongo que serán las dos o tres de la mañana cuando unos gritos desesperados me despiertan. Calculo la hora de acuerdo a la oscuridad reinante. Todo está muy fosco(2) a pesar de un fuerte resplandor que viene del lado de la que yo llamo mi madre putativa, la diagonal Pueyrredon. Se está incendiando el Almacén de La Carolina. Creo que este incendio es tan importante como lo fue el del aserradero porque La Carolina es el almacén que abastece a toda la zona. Por suerte estoy bastante lejos del batuque producido por las llamas, pero no puedo evitar que mi julepe sea más fuerte que mi sentido común. Espero que esto no se vuelva a repetir porque los siniestros despiertan mi paranoia siempre latente.

Propiedad Horizontal

¡Cómo pasa el tiempo! Ya estamos al comienzo de la quinta década del siglo XX. Están desmontando el cerco perimetral del terreno que es el lugar donde mi vereda impar se esquina con la vereda par de la calle Bolívar. La unión de ambas aceras se resuelve en un ángulo muy cerrado. Ambos lados de éste ángulo están cercados por por un armazón de madera que sirve de bastidor a una alambrada totalmente cubierta por ligustro. Los ligustros en los meses de calor, más precisamente a partir de diciembre, comienzan a florecer. Son flores blancas, muy pequeñas y para nada vistosas. Muchas veces veo cantidad de abejas revoloteando alrededor de estos ligustros florecidos. Son plantas melíferas, dicen los que saben, y agregan con sapiencia que la miel producida por estas flores es de tan mala calidad que pueden arruinar toda la miel que haya en una colmena.

Pero ahora quienes revolotean son hombres empeñados en desarmar la estructura que ha servido de muro a esa parcela, anteriormente propiedad del Dr. Mario Valentini. Después del fallecimiento de este buen vecino, su viuda decidió venderla. Vaya una a saber a quién pertenece ahora. Dicen que es propiedad de una empresa involucrada en esta nueva fiebre de inversión en Mar del Plata que se llama Propiedad Horizontal. Es una modalidad de inversión donde la propiedad de un edificio es compartida por los que poseen separadamente cada piso o vivienda de él y tienen ciertos derechos y obligaciones comunes. Ésta es la definición erudita de la Ley de Propiedad Horizontal. Mi definición es más sencilla. Es una ley que permite adquirir departamentos a precios económicos en nuevos edificios verticales que tienen varios pisos horizontales divididos en departamentos de uno, dos o tres ambientes. Estos edificios se construyen en terrenos baldíos o en terrenos obtenidos después de derribar muchos viejos tradicionales chalets marplatenses.
Se despierta un fervor constructivo en la ciudad. Hay un gran despliegue de andamios, ladrillos, fratachos, mazas, bolsas de cal y cemento, arena a granel, hierros, maderas, etc., etc. Es la hora del asadito. A la 11 de la mañana se huele un aroma tentador que emana de unos trozos de carne desparramados sobre una parrilla improvisada por el albañil, siempre es el mismo, que está encargado de preparar el churrasco diario después de una mañana de arduo trabajo sobre los andamios. Les cuento que ese particular aroma se debe a la leña que usa el parrillero para encender el fueguito asador. Esa leña son pequeños trozos de madera provenientes de los listones largos que se usan para armar los encofrados. Esos trozos llevan adheridos a sus superficies restos del material que fue contenido por ellos, cuando éstos eran aún tablas largas, hasta que fraguase y diera forma y consistencia a las columnas y vigas sobre las cuales el futuro edificio se sostendrá. El contacto del fuego sobre la madera y sus adherencias produce ese inimitable aroma a “asado de obra” imposible de lograr en parrilla alguna, ya sea doméstica o comercial.

Me emociona y entusiasma ver tanta actividad en mi “territorio”, de común un tanto aletargado por ser la puerta de atrás de muchas propiedades cuyas entradas principales se encuentran ya por las Avenidas Independencia o Colón (la mueblería La Asturiana, la propiedad del dentista Mémoli, el edificio de la Liga Marplatense de Football, las oficinas y salones de exposición y ventas de la Concesionaria Ford de los hermanos Stantien, parte de la propiedad de los viejitos Valentini, dos puertas de las cuatro del portón del garage de la Farmacia Independencia de don Pedro Zaccagni), ya por las calles Bolívar o Salta ( las propiedades del doctor Valentini, de la familia Ricaud, del señor Samuel Garfinkel y señora, de la familia Bianchi y de la familia Ríonegro).

Estoy preocupada. La actividad edilicia que tanto me ha entusiasmado ha cesado. Hace un tiempo, dos o tres meses que no veo movimiento laboral en la “obra en construcción”. En fin, no desesperaré. A veces suceden temporales “cese de actividad” en cualquier emprendimiento. Además el edificio, que consta de seis pisos, está bastante adelantado en su edificación. Demos tiempo al tiempo.

Calculo que ha pasado casi año y medio. Ya no hay más tiempo. Definitivamente la obra está parada. Las empalizadas colocadas hace más de catorce meses no han sido movidas de su sitio. Los vecinos comentan que la empresa constructora quebró para luego sentenciar muy sabiamente, con esa indiscutible sabiduría empírica de la gente común, que esto pasa porque se empiezan a construir edificios en altura sin ton ni son. Me apena la situación de aquéllos que se abrieron a la posibilidad de convertirse en nuevos propietarios accediendo a la titularidad de un bien inmueble. ¡Cuántos sueños perdidos, cuantas ilusiones desperdiciadas! Pero quizá no esté todo perdido. Esta mañana, desde una puntita del cordón de una de mis veredas veo a un robusto hombre joven quien muy seguro de sí mismo abre parcialmente una parte de la empalizada que da sobre la calle Bolívar y pasa al interior de la obra paralizada. Al rato sale, coloca la empalizada en su lugar y se va.

Ya pasaron tres días del incidente que les relaté. Hace un ratito ha llegado un camión de mudanzas. El chofer lo estaciona junto al cordón de mi vereda impar. De la cabina descienden el hombre del otro día, el conductor del camión y dos muchachos que están acomodados en la caja de carga del vehículo. Éstos comienzan a bajar, desde el furgón, muebles, una heladera, un lavarropas, un imponente combinado, canastos especiales para mudanza, dos baúles y varias valijas. Una vez que todos estos bártulos están sobre la vereda, el señor robusto le dice a los muchachos que van a tener que subirlos a “pulmón” hasta el quinto piso, recomendándoles que tengan mucho cuidado porque las escaleras son algo empinadas, están abiertas al vacío y muy cerca de ellas se encuentra el hueco donde algún día estará colocado un hipotético ascensor. Los peones quitan toda la empalizada que da sobre la calle Bolívar para entrar por ese lugar todos los enseres que ya detallé.

¡Otra vez es lo mismo! ¡Esta suerte de segundona que la vida me ofrece a cada paso! Los arquitectos diseñaron la puerta de entrada siguiendo las pautas del vecindario, ubicando la entrada principal sobre la calle Bolívar. Este edificio no es la excepción. La cuadra de Bolívar al 3200 tiene cada vez más propietarios cuyos inmuebles resuelven sus patios traseros sobre mis pobres frentes.

Volvamos a lo que está pasando a mi alrededor. Ahora el rollizo hombre vuelve acompañado de una señora de aspecto agradable y de un adolescente muy parecido a ambos. Me entero por conversaciones de los vecinos que en las últimas semanas hubieron reuniones de personas que compraron pisos en propiedad horizontal y ahora están sumamente perjudicados por la suspensión de la construcción. En esas mismas reuniones acordaron que cada uno de los copropietarios tomaría posesión de lo edificado y terminaría su piso a su gusto y en el tiempo que pudiese. Inteligente resolución. Deduzco que esta familia es una de las afectadas por la situación. Me parece bien pero no entiendo como podrán vivir en el lugar. La mudanza previa a su llegada da por sentado que se instalarán en su piso, el que debe carecer, supongo, de los más elementales servicios: agua corriente, cañería de gas, servicio de luz.

La cosa es que ya hace más de seis meses que esta gente vive su rutina familiar y parecen no adolecer de ninguna comodidad citadina. Se mudaron en invierno - julio del año pasado - y ya estamos en verano – febrero de este año.


Un nuevo incendio

Hoy ha sido un hermoso día estival. El atardecer no va en zaga a lo agradable del día. De repente un alboroto sacude las baldosas de mis veredas y arruga mis cordones. El ulular de la sirena de la autobomba de los bomberos anuncia su entrada a toda máquina desde la avenida Independencia hacia la calle Salta. Se estaciona por la calle Bolívar frente a lo que se supone será algún día la entrada principal del edificio que está aún sin terminar. Digo se supone porque, aun a pesar de que está parcialmente habitado por esta valiente familia pionera de la que ya les conté, las empalizadas siguen tal cual quedaron hace casi dos años. Dicen los vecinos que el gordito jefe de familia es un agente inmobiliario muy bien conceptuado en la ciudad. Quizá por su profesión el conozca bien los “pro” y “contra” de la decisión tomada: ocupar la vivienda y afianzar así su derecho de propiedad. Pero estos son temas leguleyos que están muy lejos de mi conocimiento intelectual. No es que me considere mediocre en mi entender pero prefiero afianzar mi discernimiento práctico al intelectual.

Pero volvamos a los bomberos y su autobomba. ¡Qué diferente es esta situación a la que viví cuando la conflagración del aserradero de los hermanos Vaira! Ya no son aquellos valientes vecinos que con buena voluntad y nada de entrenamiento corrían de acá para allá portando baldes o cualquier recipiente que pudiese contener agua para apagar las terribles llamas. No me hubiera sorprendido en esos momentos si hubiese visto pasar a esos voluntarios portando piezgos (3) tal como lo hubiese hecho Sancho Panza en tiempos del Quijote. Ahora es una dotación con personal convenientemente adiestrado, dotado de los elementos indispensables para combatir el fuego y con una autobomba equipada con los adelantos de esta época. Todo el mundo mira hacia el hipotético último piso desde donde se desprende una fina columna de humo, signo innegable de un, por lo menos, principio de incendio. Los bomberos están preocupados porque se les informa que hay personas viviendo dentro de ese proyecto de propiedad horizontal. Sin perder tiempo deciden romper la valla que le es señalada por los convecinos como provisoria puerta de entrada al lugar. Así lo hacen y sin perder más tiempo, heroicamente, con la manguera en mano trepan por la insegura escalera abierta lateralmente al vacío y muy cercana a la oquedad que será en el futuro estuche de un ascensor. Raudamente llegan, manguera en mano y canilla abierta, al techo plano del edificio que está rodeado de una balaustrada. Este detalle transforma a ese techo plano en una terraza. Una terraza, en verano y al atardecer, es el sitio ideal para colocar una parrilla y preparar un asadito. Por lo general es el jefe de familia quien se encarga del asadito, la ensalada corre por cuenta de la “patrona”, mientras que el hijo está aún en la playa jugando al fútbol con sus amigos.
Esta tierna e idílica situación es violentamente transformada en un acuífero caos de gritos, chorros de agua, chorizos ahogados, morcillas empapadas, tiras de asado flotando en el líquido que fluye de las mangueras de los abnegados servidores públicos. El parrillero está calado hasta los huesos. Su señora ha seguido a los bomberos en su loca ascensión y llega espantada casi al borde del desmayo. La noche se va acercando y en el edificio sólo hay luz de obra en el piso ocupado por la empapada familia. Mientras las sombras comienzan a cubrir piadosamente la escena en las alturas, al ras de mis veredas comienza otro alboroto. Cruzando la avenida Independencia vienen corriendo y gritando unos jóvenes, desesperados, a buscar a los bomberos. Se está incendiando un departamento de un edificio en la calle Bolívar a dos cuadras de distancia de donde están trabajando los abnegados pero desorientados bomberos. Nadie entiende nada, las sombras avanzan, todos los que estamos acá abajo vemos ya el resplandor de las llamas. La autobomba se pone en marcha, maniobra marcha atrás, los bomberos bajan las escaleras, la manguera, aun chorreando agua, viene con ellos, todos suben al vehículo en el que llegaron y enfilan hacia el verdadero incendio.

¡Qué noche pasé! No pude dormir, un poco por mis nervios y otro poco por mi deseo de saber que es lo que pasó. Ya, a media mañana, mucho más tranquila, puedo enterarme de todo lo sucedido. Ayer, a la tarde, los bomberos de la ciudad fueron llamados. Se les pidió ayuda porque se estaba incendiando un departamento en la calle Bolívar al 3050. Quien llamó estaba muy nervioso y posiblemente equivocó el número de la casa o algo así. Los bomberos llegaron y… bueno, el resultado ya se los conté. Ah, creo que las pérdidas en el inmueble siniestrado son casi totales. Por fortuna no hay desgracias personales que lamentar.

Teatro Callejero

Es un regocijo. Jamás pensé este regodeo en mi vida. Y lo que es mejor aún es que este gozo mío es compartido por muchas personas. Es como un festejo público. Si muchos convecinos pudieran tomar parte en lo que en estos momentos está sucediendo en mis dominios, diría que este regocijo es el goce de los marplatenses todos.
Creo que el haber sido elegida por un grupo de artistas como sitio adecuado para llevar a cabo una representación artística es lo que me falta para convencerme de que debo dejar de subestimarme. Aparecen de buenas a primeras muchachos y chicas que ponen manos a la obra y en un santiamén levantan un escenario, que parece bastante seguro a pesar de la premura en el trabajo, a mitad de cuadra para aprovechar el alumbrado público que me suministra la Municipalidad de General Pueyrredon. Pero soy una calle oscura porque, a pesar de estar ubicada en lo que en la cuadrícula de la ciudad se conoce como “el centro”, sólo me ilumina un raquítico foquito que pende de un endeble alambre que me cruza de vereda a vereda en la mitad de mi escasa extensión. Por esto, los artistas – a mi me gusta más llamarlos “cómicos de la legua” – muy inteligentemente han tomado en cuenta este detalle. Han traído con ellos un par de reflectores potentes que me inundan de claridad. Luego colocan sillas a guisa de butacas e improvisan unos precarios camarines para cambiarse o maquillarse.
A mi me toma de sorpresa todo este emprendimiento pero colijo que debe haberse publicitado previamente porque poco a poco llegan muchas personas, algunos son vecinos, otros no. Se sientan en las sillas -butacas. Colmada la capacidad ofrecida por éstas, los que no consiguieron asientos se quedan decididos a ver el espectáculo acomodándose para ver la función de pie.

Es una hermosa noche de verano, tibia, tranquila. La sala al aire libre está colmada, los actores actúan, el público está cerca de ellos. Hay una corriente circular de energía positiva entre los cómicos y la audiencia. Es como que interactuasen. El público siente estar integrado en la obra y se transforma en uno más de los actores. Reacciona afectiva e intensamente ante los gestos, expresiones o palabras exteriorizadas por los intérpretes.
Soy yo, la calle oculta, la diagonal oscura, la que les brinda el espacio físico para que se lleve a cabo esta comunión entre los de arriba - en el escenario - y los de abajo - en la platea. Es como si en dos de las improvisadas butacas estuviesen sentadas las hermanas Melpómene y Talia, siempre juntas, aquélla con su máscara trágica adornada por una melena de hojas de parra y ésta, Talia , con su carátula siempre sonriente.
No se si alguna vez se volverá a repetir lo de esta noche. Lo que sé es que esta es una noche “angelada”.
(continuará)

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