lunes, 1 de noviembre de 2010

Batones y Bigudíes Marplatenses I

Las Alegres Comadres de mi Barrio

Teresa, Emilia, Hortensia, Carlota, Doña Paca

¿De mi barrio? ¿En qué barrio vivo yo? No lo sé. Sólo tengo ocho años, una imaginación febril y una memoria muy buena. Pero confieso tener una total ignorancia acerca de los barrios de mi ciudad, sus ubicaciones, sus nomenclaturas. Conozco más acerca de los barrios porteños porque mi papá, admirador de un cantor de tangos llamado Alberto Castillo, suele cantar una de sus canciones que se llama “Mis 100 Barrios Porteños”. A lo mejor cuando yo sea grande se me da por escribir una canción sobre los barrios marplatenses. ¡Sería lindo! Supongo que vivo en el centro de la ciudad. Mi papá suele repetir que estamos muy cerca de todo: de la Asistencia Pública, de la Seccional Primera, de la Municipalidad, de los cines Ocean Rex, ubicado sobre la vereda par de la Av. Independencia entre Rivadavia y San Martín, y Ópera, también sobre la Av. Independencia –vereda impar – pero una cuadra más hacia la Av. Luro. Y así sigue enumerando ventajas acerca de la ubicación de nuestra casa. A lo mejor su orgullo de propietario se debe a que hizo muchos sacrificios para comprar el techo bajo el cual vivimos.

Pero yo quiero contarles de las “Alegres Comadres de mi Barrio”. Son cinco. Tres de éstas son amigas desde la cuna. Nacieron con muy pocos años de diferencia entre ellas. Comenzaron la escuela primaria - que está situada a pocos metros de sus casas - prácticamente al mismo tiempo y desde ese momento se volvieron inseparables. Tan amigas son que hasta se visten fraternalmente. Se compran las mismas telas para confeccionarse sus vestidos y las mismas lanas para tejerse sus tricotas. ¡Hasta se peinan de forma parecida y usan el mismo rojo carmín para sus labios! Una de ellas es la mamá y otra es la tía de mi mejor amiga, María Cecilia. Yo voy a la casa de Maricé casi todos los días. Jugamos, hacemos los deberes, tomamos la leche y en verano vamos a la playa o a patinar al skating del Royal que está cerca de Punta Iglesia, creo que por la calle Santa Fe. La tercer comadre, Teresa, es vecina de ambas y tan vecina que hasta parece ser otra hermana.
Todos los días, bien temprano por la mañana salen a la vereda de sus casas blandiendo sus respectivas escobas. Las tres barren y charlan, charlan y barren. Como les conté, de este trío dos, Hortensia y Emilia, son hermanas carnales y la otra, Teresa, la de la casa de al lado, es la hermana putativa de ambas. Siempre han estado juntas - desde el primer grado - estas tres mosqueteras del cotilleo doméstico. Entre barrida y barrida, las escobas se detienen mientras ellas comienzan sus habladurías cotidianas.
Más tarde alguna de ellas se encuentra con las otras dos señoras que conforman el parlanchín quinteto de vecinas. No es problema que estas últimas vivan a un par de cuadras de distancia de las anteriores. Siempre se encuentran. Todas se quejan que “Las compras cotidianas no pueden evitarse” aunque estoy segura que nunca dejarán de hacerlas, ya que la panadería, el almacén ó la carnicería son los primeros puntos de contacto donde organizan su organigrama diario de intercambio de “informes parroquiales” referentes a vidas y milagros de comunes conocidos. Y así, mientras compran el pan nuestro de cada día ó eligen la falda y la verdurita para el puchero familiar, truecan chismes, renuevan datos, juzgan hechos, alaban o desaprueban conductas. Ellas no saben que serán de alguna manera inmortales gracias a su inagotable chisguetear * y a mi memoria infalible.

A las 3 de la tarde, ya alimentadas a sus familias, lavados los platos y aseadas las cocinas, como obedeciendo una orden transmitida tácitamente, se dirigen presurosas a la casa de las hermanas Hortensia y Emilia, las vecinas más antiguas de la cuadra. Algunas llevan un tejido, otras una prenda para remendar, un bordado para realzar alguna toallita para cuando venga el médico ó alguna labor de tapicería. Nunca las manos están inactivas porque nunca las lenguas están ociosas. Y así estas buenas mujeres comienzan sus labores manuales mientras, sin saberlo, se convierten en cronistas de las historias chicas de la sociedad marplatense. Sus historias tienen el valor de ser reales aunque las invalida la subjetividad de las relatoras. Son auténticas pero carecen de formación académica. Son crónicas que nacen al calor de las hornallas. Y así serán recordadas. Se diría que Hortensia es incapaz de pensar por su cuenta. Es cándida, tanto que cree cualquier cosa que se le diga, por más disparatada que sea. Nunca se casó simplemente porque nadie le propuso matrimonio. Su hermana, Emilia, es mayor. Ella sí se casó pero, aunque ya embarazada, su esposo la abandonó tres meses después de la boda. Cumplido el tiempo del embarazo nació una niña, Maria Cecilia quién tiene así dos madres y dos tías, puesto que los roles entre ambas hermanas se mezclan de acuerdo a las travesuras y/o necesidades de la niña que es mi amiga. No tienen problemas económicos, viven de las rentas de unas propiedades que heredaron de los abuelos, inmigrantes españoles que vinieron a la América y bien que la hicieron, ya que al morir dejaron a Hortensia y a Emilia un importante patrimonio.
La hermana soltera tiene un cierto aire inocente debido a sus ojos glaucos, como bolitas de porcelana, abovinados, asombrados quizá por su sufrido celibato. Emilia, la que se casó “no sé para qué” - muletilla que repite constantemente como olvidándose que el para qué tiene un nombre: María Cecilia - había sido muy bonita en su juventud, pero su belleza quedó marchita en su rostro no sólo por los años sino por la ofensa de la inexplicable huída de quién la había llevado al altar.
La tercera integrante de este quinteto es Teresa, una castaña desteñida por incipientes canas, algo sorda y bastante corta de vista. Siempre prolijamente peinada, discretamente maquillada y cuidadosamente vestida. Teresa, al igual que Hortensia, es soltera de toda soltería aunque no por propia voluntad. Pero en su caso no fue por falta de pretendientes. Fueron esas cosas de la vida, inexplicables pero inapelables. Vive con su hermano viudo y tiene un sobrinito al que cuida como puede debido a su discapacidad auditiva. Nunca falta a la cita diaria en la cocina de la casa de sus amigas, aunque siempre llega algo tarde. Pide disculpas por su retraso diciendo que siente mucho si es que su tardía presencia interrumpe la conversación de sus amigas. Les ruega que no le presten atención y sigan con su charla ya que ella tiene escasos recuerdos de conversadora. Todo esto lo dice en un tono estridente ya que por su sordera no puede medir la intensidad de su voz. Saca su bordado de turno firmemente sostenido por un antiguo bastidor. Sus dedos finos, largos, blancos, comienzan a moverse. Una puntada hacia abajo, otra hacia arriba y la flor discretamente marcada sobre el finísimo lino toma forma y color. Corta los hilos sobrantes con una pequeña tijerita dorada que hace juego con el borde de sus anteojos y con el pequeño áureo dedal que refleja la luz de las bombillas que, a pesar de la temprana hora vespertina están encendidas. Es comprensible, todas ellas comparten el mismo grado de presbicia y alguna que otra catarata. Teresa siempre está sentada muy tiesa, casi estática a pesar del movimiento de sus manos. Sus ojos son azules, muy azules aunque velados por las dioptrías de sus lentes. Siempre usa vestidos muy parecidos a los de sus amigas, no tanto en el diseño sino en el estampado.
Doña Paca, la viuda, es la veterana del grupo. Siempre está dedicada a una interminable labor de punto que, como Penélope, parece destejer por las noches para tener algo que tejer por las tardes. Es fea, decididamente fea. Severa casi sargentona. Es su forma de ser que se delata en su recio manejo de las agujas de tejer y sus enérgicos movimientos al tirar de la lana cada vez que forma un punto. De corpulento talle, siempre viste de negro. Mordaz en sus juicios; subjetiva en sus apreciaciones. Vive sola. Sus dos nueras con sus voluptuosos engaños le han arrebatado el cariño de sus hijos. Ella no va “a mendigarles un poco de cariño a esas putonas”, repite a cada lazada de lana. No concibe que esas mujeres entren alguna vez en la austera rutina de su vida.
Carlota completa el grupo. Es tan mayor como las otras pero no lo parece. Hoy es atrayente, ayer fue hermosa. Es carnosa, redonda, rosada. Su voz es dulce y sus gestos son suaves. Tiene un matrimonio de años, pero no es feliz con su marido. La falta de hijos ha hecho de su matrimonio una costumbre. Una costumbre que la aburre, ha encanecido sus cabellos y encallecido sus sentimientos. Quien fue en su juventud toda suavidad con su marido es ahora áspera y regañona con el pobre hombre. Su única diversión es inmiscuirse en la vida de los demás. Ella es la que trae más chismes. De muy buena posición económica, tiene una mucama cama adentro quien es la que prácticamente le lleva la casa, y una señora que viene dos veces por semana a lavar y planchar la ropa del matrimonio. Sin hijos y sin ocupaciones domésticas, llena sus horas vacías satisfaciendo las dos zonas erróneas de su personalidad: es una compradora compulsiva y una investigadora implacable de infracciones domésticas ajenas. Es la más peligrosa de las cinco amigas pues en Carlota – excepto en su voz y sus gestos - todo lo que fue dulce, tierno o suave en ella, se ha transformado en acritud, malevolencia, descontento. Pobre él o la que sea juzgado por este tribunal supremo, cuyas sentencias son inapelables.

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