lunes, 1 de noviembre de 2010

Batones y Bigudíes Marplatenses II

Ludopatía

Mar del Plata, enero 1950.
Sin saber exactamente el significado de la palabra “ludopatía”, Doña Paca trae el tema. Ayer leyó en el diario La Capital una nota escrita por un señor que se llama David Borthiry sobre Anita Formisani, quien es no sólo famosa en los casinos de la Costa Azul sino en cualquier parte del mundo donde haya una bolita girando en pos de la suerte dada por alguna de las treinta y siete casillas numeradas de 0 a 36. Anita también es famosa en la ruleta marplatense. Yo tengo entre mis chiches una ruleta chiquita con un cartón largo que es como una mesa del casino, según dice mi papá. Es que mi papá ha ido al casino cuando era más joven y sabe de eso. Me cuenta que antes los marplatenses tenían prohibida la entrada al casino y él, con algunos amigos, se las ingeniaban para entrar pues tenían cédulas de la Capital Federal. Eso pasaba cuando los dueños del Casino eran unos señores que se llamaban Machiandiarena y Solá. En casa hay unos lapicitos de color verde que tienen en un costado impreso estos nombres. Cuando juego a la ruleta yo los uso y escribo con ellos sobre unos papelitos que tienen cuadritos rojos y negros; en verdad no sé para que son pero es como si estuviera en la “Casa de Piedra” como mi papá llama al Casino. Yo creo que ni la mamá ni la tía de Maricé ni ninguna de las otras señoras han entrado alguna vez al Casino. Aunque todas ellas ignoran que los jugadores empedernidos lo son debido a una necesidad compulsiva de participar en juegos de azar, cualquier tema es bueno para mi quinteto parlanchín. Y así cae en la rueda del chusmerío el empresario que vive en el chalet de la vereda de enfrente. Cada una de ellas quiere poner su granito de arena en la montaña de semejanzas y diferencias que están formando entre el vecino y Stanislava Sikaparija, más conocida en el ámbito lúdico de la Perla del Atlántico como Doña Anita.

Doña Paca desde su trono, sin dejar de formar la eterna tela de su sempiterna urdiembre, sentencia que es ley que a todos los jugadores la suerte que hoy les sonríe, mañana les volverá la espalda. Emilia asiente con la cabeza sin apartar su vista de la pecherita alforzada de la blusita que está terminando para María Cecilia. Hortensia toma la palabra por su hermana e informa a sus cofrades que la chica que trabaja para la señora del empresario de enfrente, le debe a cada santo una vela y que a ella le deben el sueldo del mes pasado.
Una exclamación, mezcla de asombro e indignación acompañada de entrecejos fruncidos y gestos despectivos, proviene de las gargantas y rostros de Paca, Emilia y Carlota. Esta última agrega que la culpa es también de la mujer porque ella siempre acompaña a su esposo al casino y que con los aires de “dama” que ella se da, cada visita al casino – y van todos los días – supone un gasto fijo de peluquería y tintorería, ya que son habitúes a la “sala de Nácar” donde la apuesta mínima es cinco veces más cara que la apuesta en las salas comunes. Además ahí ellos juegan sentados a la mesa de ruleta y bueno… las comodidades hay que pagarlas. Emilia pregunta el por qué del nombre tan pomposo, “sala de Nácar” y Carlota, la sabelotodo del grupo, le dice que es porque se apuesta con fichas hechas de nácar y que la apuesta más barata es de $5. Hortensia abre los ojos más redondos que de costumbre y en un Ave María informa a sus amigas que le dijeron que ella juega más que él. Doña Paca vaticina que en cualquier momento van a tener que vender el chalet y las dos hijas del matrimonio, las que se dan de finas, van a tener que ir a trabajar. Más exclamaciones. Teresa sigue con su labor de aguja formando hermosos dibujos con diferentes puntos. Su sordera está hoy peor que nunca. Y cuando esto sucede se diría que está más ida que sorda. No interviene en la conversación porque no entiende ni palabra de lo que se comenta. Hortensia parece estúpidamente orgullosa y asombrada al ver el farfullo que su información produjo. Pero doña Paca no quiere perder protagonismo y vuelve sobre Anita Formisani. Esta impaciente por meter baza. Mientras no accede a su turno en el intercambio de opiniones se entretiene en tironear la hebra de lana de su vapuleado tejido. ¡Por fin! Sus ojitos taimados, con bolsas por debajo y cejas dibujadas por arriba, se achican aún más como avizorando con una mal disimulada presuposición el triste futuro de esa mujer dueña de una enorme y generosa hucha. Ella cree que nunca se le agotará pero ya va a ver, sentencia la robusta pitonisa. Basa su funesto augurio en que leyó en el diario que las apuestas de Anita se acercan a los ¡diez mil pesos por bola! Carlota, que está en unos de sus días migrañosos, levanta su nariz, que tenía semi sepultada en su taza de té de tilo y se une a los malos augurios de la vieja tejedora. Así dictamina que a esa mujer alguna vez se le va a acabar su fortuna por ofender a Dios de esa manera.

Quién hubiera dicho que estas pitonisas de entrecasa, sacerdotisas del dios Chisme que daban sus oráculos en el templo de la cocina de las hermanas Hortensia y Emilia iban a ser tan precisas. Ellas no se detenían a pensar que el Hombre nace con un destino y que éste es inalterable. Que la suerte está ligada a las eventualidades del mundo mientras que el destino tiene que ver con los designios de la Providencia… Por eso el final de estas historias no pudo ser distinto.
En una taciturna y fría mañana de 1986, en una pequeña habitación de una pensión geriátrica de la calle Castelli de la ciudad de Mar del Plata, deja de existir una octogenaria que pudo haber sido quizá el último símbolo de La Belle Époque marplatense. Al día siguiente será enterrada ante la indiferencia de vecinos locales y algunos turistas que nunca faltan en la ciudad. Tanto unos como otros jamás tuvieron conocimiento de la existencia de esta mujer que dilapidó no una sino varias fortunas y no dejó ni un peso de herencia. Pero vivió una vida imposible de repetir.
Coincidentemente en ese mismo año se vende el chalet de enfrente. Ya nadie vive en él. La dueña de casa se había enfermado muy seriamente. Estuvo mucho tiempo postrada; el suficiente para ver irse el mobiliario de su casa y las pocas joyas que se salvaron de desaparecer sobre el verde tapete ruleteril. Según el diagnóstico de las cinco charletas cronistas, que de historiadoras pasaron a ser médicas, la pobre mujer murió de pena. Es de señalar que el esposo no se separó de ella. Cumplieron con el mandamiento del sacramento que los unió para siempre. Sólo la muerte los separó. El censurable placer que les proporcionaba el juego y la degradación económica resultado del deleite compartido ante una rueda que gira sobre un tapete verde, los unió más que nunca. Una hija se casó, la otra no. Quizá estén viviendo en algún barrio de Mar del Plata.

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