lunes, 1 de noviembre de 2010

Batones y Bigudíes Marplatenses VI

Una historia de amor sin libreta ni sacramentos

Mar del Plata, mayo1950.

Hortensia y Emilia se miran asombradas. Desde el fondo del pasillo que conduce hacía la calle, se oyen unos pasos presurosos, casi como si alguien se acercara en veloz carrera hasta la cocina donde ellas están preparando el escenario de sus reuniones diarias. Inesperadamente hace su entrada Teresa. Sus mejillas están enrojecidas y respira con agitación. Su cabello no está tan prolijamente arreglado como de costumbre. Uno de sus pómulos, el izquierdo, está ligeramente hinchado. Ella, que nunca falta a la cita diaria en la cocina de la casa de sus amigas, ayer estuvo ausente. Ella, que siempre llega algo tarde a las reuniones, hoy pide disculpas por su adelanto diciendo que siente mucho si es que llegó antes que Doña Paca y Carlota, pero que no contará nada hasta que no estén todas juntas. Sin más explicaciones, se sienta en su rincón, saca su bordado y empieza trabajosamente a enhebrar una fina aguja, herramienta de su trabajo y cetro de su reino privado de casi todo sonido.
Por fin llegan las otras dos integrantes del grupo. Como de costumbre, Teresa sorda como una tapia en estos momentos, no se da cuenta de que el quinteto está completo. Así que son las hermanas quienes se encargan de brindarles a las recién llegadas la poca información que tienen con respecto a este desbarajuste en la rutina de sus vidas. Una vez que la pava, el equipo matero y las masitas de maicena están sobre la mesa, las cuatro se ubicaron en sus respectivos lugares – hasta en eso son rutinarias estas mujeres – decididas a terminar con el tremendo suplicio de no saber el porqué del cambio en la conducta de Teresa. Es Doña Paca, con su vigorosa voz la que trae a la realidad a aquella pobre sorda que hoy, absorta como está en su tarea, parece hasta dulce y conmovedoramente bonita. Y así cuenta que el día anterior no había podido dormir a causa de un terrible dolor de muelas. Como su dentista hacía quince días había sido mamá, no atendía. Por eso su hermano la llevó de su dentista. Era urgente, así que no tuvo más remedio que ir. Hasta ahí esa aventura no tiene nada de extraordinario, dicen sus amigas. Esto lo escucha muy bien Teresa, pues en estos momentos parece que el velo entre sus oídos y los sonidos es más sutil que de costumbre. Así que sin perder un instante se apresura a agregar más información. Cuenta que el dentista de su hermano es el que dio tanto que hablar cuando dejó a su mujer y a sus dos hijos – uno de los cuales es artista de cine - para irse a vivir con su amante de tantos años. Dice que cuando estuvo en la sala de espera pudo ver por un instante a la mujer que vive con él, ésa de la que todo el mundo habla y casi nadie conoce. Y ahí la tertulia, como cediendo a una reacción súbita y colectiva, se queda boquiabierta, impresionada por la mención de esa mujer. Pero pronto del estupor pasan a la acción y comienzan a atosigar a la pobre Teresa pidiéndole más detalles de su aventura. Pero la sorda se siente confusa ante su imposibilidad de decodificar los mensajes emitidos por esas voces que se mezclan y confunden en sonidos ininteligibles para ella. Por eso se abroquela en su discapacidad, dice no entenderlas mostrándoles a sus amigas su oído y su frente en un triste gesto de impotencia. Al no poder tener más información, las cuatro matronas deciden armar ellas mismas el mapa itinerante de los amores del dentista y la mujer que lo acompaña sentimentalmente desde hace algunos años.
Imposible determinar quién dice que, el parloteo es incesante pues cada una de ellas, excepto la bordadora aislada de todo sonido, está empeñada en añadir un troquel más al rompecabezas de la vida sentimental de la pareja.
Así, sin solución de continuidad, se desarrollan los hechos en un casi orden cronológico.
Ella es como 10 años mayor que él. Había sido empleada en una repartición estatal Se conocieron porque vivían en la misma pensión. Seguramente los acercó el tema de la salud bucal. Pero quizá fue una necesidad emocional de parte de él. ¡Pero si él tenía novia! Una chica de buena familia, de la Capital. La que lo buscó fue la otra. El fue siempre tan buen mozo y tan educado. Morocho, alto, delgado y tan cortés. Seguro que ella se sintió atraída por su juventud, su apostura, su educación y su fogosidad. Fogosidad que ella alimentó en encuentros sensuales e impetuosos que él aceptó de inmediato. Es claro, así lo pescó. Están las cinco tan entusiasmadas en confeccionar el identikit de este romance que no nos prestan atención ni a Maricé ni a mi. Nosotras estamos tratando de aprender a usar la aguja de crochet. Pero me parece que yo no voy a aprender mucho porque estoy prestando atención a lo que dicen estas charlatanas. Es casi como las novelas que mi mamá escucha por la radio. En Mar del Plata hay dos radios. A mi me gusta mucho escuchar al Tío Enrique los domingos a la mañana cuando está el “Club de Niños Norma y Susana”. Está en Radio Atlántica. Yo quiero ir a decir un versito por la radio pero mi mamá no me lleva. ¡Y eso que la radio está cerca de casa! La otra radio es más nueva. Se llama Mar del Plata. Mamá dice que lo mejor son las novelas. Mi papá prefiere escuchar las radios de Buenos Aires, aunque a veces hacen mucho ruido. También oímos radios de Montevideo porque ahí pasan siempre tangos, que a mi papá le gustan mucho.
Me entero que “el casamiento de este hombre fue un desperdicio” y que además “le arruinó la vida a su novia y a sus hijos”. Es Doña Paca la que condena la conducta del cuestionado odontólogo. Todas lamentan el quiebre de ese matrimonio. Es que los dos pertenecían a muy “buenas” familias. Tenían asegurada una vida tranquila, sin sobresaltos. Ninguna de ellas sabe porqué él se casó, si estaba tan metido con la otra. ¡Y hasta tuvo dos hijos! Es que los hombres son todos iguales… dicen todas en un tácito acuerdo hacia la situación de Emilia. Sin embargo hay algo a favor de la pareja adúltera. Justo es decir que él y su amante trataron de terminar su “asunto” cuando él juró delante del altar “… estar en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad, etc., etc.…” con la que usaba velo y vestido blanco. Pero la verdad es que desde que se esos dos se conocieron, jamás pudieron apartarse. La otra renunció a su trabajo, viajó a Mar del Plata y se instaló en un departamento cercano al lujoso consultorio de él. ¡Qué vergüenza!
Al final su mujer lo dejó. Los hijos se fueron con la madre. Lo abandonaron y nunca más lo buscaron. Es lo que se merecía. Quizá ya sin más información que agregar y con las gargantas secas de tanto parloteo, recalientan el agua que queda en la pava, ponen en el mate una nueva carga de yerba y comienzan a manducar los bizcochitos de maicena que quedaron indemnes en el plato porque de tanto mover las lenguas se olvidaron de darle movimiento al aparato masticador.

Sin embargo esta historia ha quedado incompleta. Quizá por desconocimiento de los sentimientos de sus protagonistas ó quizá por una secreta negación de las narradoras en justificar la conducta de los mismos.
La verdad es que desde el momento en que la esposa lo abandonó cansada de su situación conyugal, la relación entre los amantes no fue tan placentera. Se había convertido en un fácil blanco para la chismografía de la burguesía marplatense. La “otra” sintió a su alrededor un desprecio total. Donde iba le hacían el vacío. Decidió aislarse, pensó hasta en dejar la ciudad si no cesaban las murmuraciones y las miradas insidiosas a su paso. Pero no pudo alejarse de él, del amor total de su vida. Oculta de la vista de todos, tuvo una actitud de reserva que escondía sus emociones y pensamientos. Después cayó víctima de violentos cambios de carácter que más tarde le fueron diagnosticados como depresión maníaca. Luego se complicó su estado al somatizar su realidad de ser efectivamente “la despreciable otra”. En menos de un año a la depresión nerviosa se le sumó un serio problema pulmonar. Un largo año de convalecencia le robó mucho de su fogosidad y vitalidad pero también hizo que él, sintiéndose culpable por la inestabilidad emocional de su querida, reflexionara y tomara una decisión. Era la primera vez que él iba a comportarse como un hombre y no dudó ni un instante. Eligió seguir su camino de vida junto a esa mujer, que dejó todo por seguirlo, frente a toda la sociedad que de cualquier manera nunca lo absolvería. Una vez que decidió tomar el camino definitivo, que sin duda estaba señalado en su destino, hasta pareció estar agradecido por haberse visto obligado a blanquear su situación. De ahí en más ella ya no se escondió ni se encerró en su caparazón protector. Y siempre se los vio juntos, sin ocultarse ni preocuparse del que dirán.

Una tarde del mes de mayo de uno de los años de la última década del siglo XX, justo una semana antes de alcanzar su cumpleaños número ochenta y nueve, él se durmió en su mecedora, ubicada en el dormitorio de la hermosa casa que poseía en uno de los barrios más tranquilos de la ciudad. El odontólogo, que había estado sufriendo de la enfermedad de Alzheimer por algunos años, nunca se despertó de su último sueño. Se murió gentil y tranquilamente. Tan gentil y tan tranquilo como había sido en vida con ella. Fueron más de cincuenta años de amor sin libreta ni sacramentos. Cincuenta años de vida en común que se quebró cuando ella falleció de un ataque al corazón a los 88 años. De ahí en más fue un bajar la cuesta de la vida para él. Se sintió tan profundamente desesperanzado que no tuvo fuerzas para conservar vivos sus recuerdos y paulatinamente desmejoró su condición al punto de no poder a menudo reconocer a sus amigos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario