lunes, 1 de noviembre de 2010

Batones y Bigudíes Marplatenses VII

Alguna vez sonrió

Mar del Plata, abril 1950.

El otoño trata de desalojar los últimos días lindos de sol y temperatura templada. Afuera llueve silenciosa pero firmemente. A falta de nuevo material para cotillear, los recuerdos comienzan a mandar en el chismorreo diario de las cinco vecinas. Es una tarde ideal para tomar mate con tortas fritas, tejer y charlar. Hoy le toca ser despellejada a la vecinita más sufrida de la cuadra. Es hija de padre desconocido. Su madre se había casado con un hombre mucho mayor que ella, que la reconoció dándote un apellido pero no una ubicación social. La madre era muy joven, sólo quince años mayor que la hija. Su padrastro ya frisaba los sesenta. Los tres formaban una familia muy especial.
Doña Paca, la imperecedera convecina, parece saberlo todo. Despierta risitas socarronas la acotación inesperada de la vieja matrona cuando dice entre chupada y chupada de bombilla, que la chica viajó como un canguro, dentro de la panza de su mamá cuando ésta llegó a Mar del Plata desde un pueblito pequeño muy cercano a nuestra ciudad. Ya se sabe, “pueblo chico, infierno grande”. Emilia quiere saber si es verdad que la madre se casó con “el viejo” o si simplemente se juntaron. Sí, se casaron pero no acá, en Mar del Plata, sino lo hicieron en otro municipio donde nadie los conocía. Como de costumbre, con todo candor Hortensia confiesa no entender porque no fueron al Registro Civil de Mar del Plata. Por vergüenza de la familia de él, explica la vieja tejedora. Él tenía un importante puesto en el Casino. Además era el único vástago de una familia de renombre y con amplia trayectoria política en la zona. Pero poco a poco esta familia se volvió matriarcal al irse quedando sin los miembros masculinos que supieron formarla. Así que abuelas, madre, hermanas y primas arroparon al muchacho hasta una avanzada edad adulta.
Carlota pregunta como se conocieron. En el lugar de trabajo de ella, contesta doña Paca. Y con una sonrisa de condescendencia hacia sus cuatro oyentes, les espeta un currículo de la mamá de la muchacha que las deja con la boca abierta – algo no muy común en ellas.
Su tarea era muy especial. Ella trabajó casi diez años, entre 1920 y 30, en una confitería del centro. Doña Paca cree que era el único trabajo en la que la idoneidad estaba determinada por la juventud, la hermosura y la falta de competencia para ejercer cualquier otro trabajo: la mamá de esta pobre chica había sido era “vitrolera”. El café Tokio, propiedad de un súbdito japonés de nombre E. Higa, que estaba en la calle San Martín sobre la vereda par, entre las calles San Luis y Córdoba, había sido su lugar de trabajo. A veces pasaba discos en una vítrola que estaba ubicada sobre una tarima. Entre disco y disco, ella se sentaba en una silla colocada “ad-hoc”, cruzaba sus piernas bien torneadas y esperaba mirando al público que era casi totalmente masculino. Otras veces era parte de una orquesta de señoritas que ocupaba la misma tarima, orquesta que tenía la particularidad de que sus integrantes sabían muy poco o nada de música. Lo importante era que fuesen jóvenes y lindas. Teresa debido a su semi sordera se hace repetir la información. Y una vez ingresada ésta a su conocimiento quiere confirmar el calificativo de “hermosa” con respecto a la mamá de la chica. .Paca dice que era tan bella que “el viejo” ya casi en la quinta década de su vida, sintió el atávico deseo de “hombre” cada vez que recibía las sonrisas y los mohines de esa niña-mujer que se estaba haciendo a los golpes de la vida. Y así se casaron. La única concesión que el ya cincuentón mozo aceptó hacer a sus féminas parientas fue casarse fuera de Mar del Plata. Es que la familia era una de las más encumbradas en el escalafón social y político de la ciudad y había que evitar el “qué dirán”.
Emilia mientras cambia la yerba del mate señala que la chica está siempre triste. Es que no tiene novio dice Hortensia, en un casi suspiro de colega profesional en el arte de la soltería. Paca le aclara que la chica está enamorada de un muchacho que es primo de ella. Y es correspondida. Pero la mamá no acepta esa relación. Las discusiones entre ellas se suceden a diario. La señora del médico que vive en la esquina - cuya casa está pegada a la de la chica - comenta muchas veces en la panadería que se oyen los gritos y los portazos. “El viejo” no se mete en las disputas entre madre e hija. Un poco porque en verdad no le interesa el destino de la chica y otro poco porque esta muy mayor y parece no coordinar muy bien sus neuronas en algún pensamiento coherente.
Un día cualquiera llega la noticia. El primo de la chica se casa con una jovencita menor de edad, a la que embarazó. Está obligado a casarse con ella. Hortensia y Teresa están felices. La chica será una más en las filas de las solteronas del barrio.


Mar del Plata, 1990. Han pasado cuarenta años. La chica siguió noviando con su primo a escondidas de todos. Su discreción y su paciencia fueron infinitas. Vivió el nacimiento de los tres hijos de su eterno novio y estuvo a su lado, muy prudentemente, en los momentos buenos y malos que el pasó con la familia que había formado. Lo sostuvo cuando él debió afrontar la larga enfermedad de su mujer, quien nunca ignoró la relación de su marido con ella. Es más, la aceptaba porque ella siempre tuvo la certeza de que él amaba a su novia de siempre y no a ella, su esposa. Cuando falleció la madre de los hijos del novio de la chica, ella estuvo a su lado, consolándolo por la pérdida de esa compañera de tantos años. Durante ese tiempo “el viejo” padrastro se murió. Su madre, que en el ínterin frecuentó varios amantes, formó pareja con otro hombre más joven que ella, y la chica, que no tenía a donde ir, se quedó al lado de su madre y su pareja más como la muchacha de los quehaceres que como una hija.
Un tiempo después de haber enviudado, su novio de cuarenta años le propuso matrimonio. Ella aceptó. Preparó su ajuar con la misma ilusión que había tenido cuatro décadas antes. Y se casó y fue feliz hasta que su esposo falleció. La chica quedó sola. Ahora era viuda y estaba grande. Entonces los hijos de él la cuidaron. Ellos siempre supieron del amor entre ella y su padre, y del afecto y la comprensión que ella le dio a toda esa familia siempre. Los hijos de él la cuidaron hasta que fue posible. Cuando fue inevitable decidieron internarla en un geriátrico donde estuvo muy bien atendida hasta el día de su muerte.
Ni Doña Paca ni Carlota, ni las hermanas y menos aún Teresa, encerrada en un silencio profundo, pudieron pensar que la vida de la chica no fue en vano. Fue un canto de amor, esperanza, paciencia y fe. Donde esté seguro estará con su amor de toda la vida. Sin proponérselo fue la heroína de una maravillosa historia de amor, protagonizada por dos seres comunes, de un barrio marplatense. Ni príncipes ni princesas. Seres de carne y hueso. Como cualquiera de nosotros.

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